Pelo


Soy fanática de los podcast. Mi favorito hace un par de años es "Everything Happens" (Todo sucede), de mi teóloga favorita Kate Bowler. La premisa de este podcast es que no todo lo que nos pasa tiene un propósito ulterior, una enseñanza o una finalidad. No atravesamos nuestras dificultades para cumplir una promesa divina, o como vía para llegar al Nirvana. En otras palabras, no "todo sucede por una razón", sino que simplemente "todo sucede". 

 Esta semana Kate Bowler entrevistó a Safiya Sinclair, escritora y poeta que creció en una familia Rasta en Jamaica. Su autobiografía "How to say Babylon" (Cómo decir Babilonia) cuenta una poderosa historia sobre el legado del colonialismo en Jamaica y como Rasta emergió siendo una complicada expresión de fe fundamentada en el patriarcado. 

En la entrevista, Safiya describe cómo vivir dentro esta tradición se convirtió en una prisión de la que decidió salir en su adolescencia: En un acto de rebeldía contra su padre y con la ayuda de su madre, Safiya se cortó las trenzas rastas que había dejado crecer desde niña, símbolo de "la melena del león de Judá", de la pureza, la no violencia, la lucha y rebeldía contra el sistema, pero para las mujeres también símbolo de sumisión, recato, obediencia y silencio. 

 En el podcast, Safiya lee un poema que escribió sobre el proceso de cortarse sus rastas, que finaliza diciendo (la traducción es mía):

Cuando terminaron, mi cabeza y cuello eran tan leves 

 que se mecieron inestables.

Me habían cortado las plumas y yo era nueva otra vez,

sin cargas,

"diferente de algún modo", me dije a mí misma.

Una niña que podía escoger lo que viene después.

 Esta experiencia me hizo recordar la tradición antigua, y en algunos lugares aún presente, en la que las viudas se mandan rapar la cabeza en señal de dolor por la pérdida de su pareja. Yo, que desde hace muchísimo tiempo había mantenido mi cabello corto, cuando murió Chivi también me mandé rapar, y, quizás animada por la pandemia y la imposibilidad de acceder a una peluquería, por años utilicé mi máquina rasuradora con devoción. 

 Cuando por fin pude regresar a un peluquero, me miraban con extrañeza porque mi cabello era tan diminuto que no había nada qué cortar. Yo no medía mi cabello en centímetros sino en milímetros, y con cada milímetro de más me entraba el afán por motilarme. 

 Y de pronto, dejé de cortarme el pelo. Dejé de rasurarme la cabeza, dejé crecer mi cabello como una planta achicharrada al sol a la que por fin le permiten estirarse. Y ha crecido, lozano y brillante. Libre como la vida que tengo. Un cabello que se da el lujo de despeinarse, enredarse. 

 Sería absurdo decir que Chivi murió para que yo decidiera dejarme crecer el pelo. Chivi murió, simplemente. Lo demás, son circunstancias de las que se agarra la vida para continuar su rumbo. 

 Nada sucede por una razón. Todo simplemente sucede. Y a veces, en medio de todo lo que sucede, la felicidad se da mañas para salir triunfante.







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